La fecha de 1913 debió de quedar marcada a fuego en la memoria de José
Martínez Ruiz, pues fue aquel un año de contrastes y emociones fuertes para
quien, desde 1904, firmaba sus artículos como “Azorín”. La historia de lo que
podría haber sido el annus horribilis
de la biografía azoriniana empezó a finales de 1912, cuando la muerte de Miguel
Mir y Noguera dejó un asiento libre en la Real Academia Española para el que,
rápidamente, surgieron varios pretendientes, entre los cuales figuraba el propio
autor de La voluntad, que ya en 1908 había
realizado sin éxito un primer intento de acceder a la docta casa.
Lamentablemente para él, pronto surgieron otros dos candidatos a cubrir la baja
y, aunque el monoverense trató de jugar sus bazas, ganando para su causa el
apoyo de la juventud intelectual española, la suerte le fue esquiva una vez más.
Como no hay dos sin tres, solo unos meses más tarde, la vida le brindó
una nueva oportunidad cuando, al reanudarse el curso académico después del
verano, hubo que cubrir las vacantes surgidas durante los meses previos, incluyendo
la del por entonces director de la RAE, Alejandro Pidal y Mon. Ironías de la
vida, el cargo fue a parar a manos de Antonio Maura (amigo personal del escritor
y líder de su partido), lo que hizo que nuestro autor, que ya había confesado
en sus círculos más cercanos que aquello de la Academia se le antojaba una
quimera imposible, se replanteara seriamente la oportunidad de presentar su
candidatura. Por sus ideas políticas del momento, Azorín era ya un conservador
que, desde hacía bastantes años, había abandonado su anarquismo de juventud en
favor de un reformismo muy moderado. Sin embargo, y a ojos de los elementos más
reaccionarios y ortodoxos de la Academia, seguía siendo el líder de una
generación – la del 98 – que había tratado de subvertir el orden del país con
su propuesta de cambio radical de los valores éticos y estéticos predominantes.
Por eso, y ante la nueva disyuntiva, el pleno optó por elegir al obispo de
Jaca, Antolín López Peláez, en detrimento de un Martínez Ruiz que vio como sus
expectativas quedaban frustradas por tercera vez en cinco años (dos en lo que
iba de 1913).
En paralelo al calvario personal del escritor, este tercer fracaso
vino acompañado de un acalorado debate – librado en las hojas de los periódicos
de la época – entre los miembros más destacados del mundo de la cultura y los
políticos metidos a escritores que habían convertido la RAE en una institución
caduca y corporativista: un coto privado en el que las influencias se
anteponían a los méritos puramente literarios de los candidatos. Y fue
precisamente del ámbito de los intelectuales de donde surgió la idea de rendir
un homenaje nacional a Azorín que sirviera como desagravio. Con el visto bueno del
agasajado y el respaldo de algunos compañeros, José Ortega y Gasset y Juan
Ramón Jiménez organizaron la famosa “Fiesta de Aranjuez”, celebrada el domingo
23 de noviembre de 1913 en los bellos jardines de la localidad madrileña. Además
de cumplir con su objetivo inicial de presentar a Azorín los respetos de amigos
y colegas que lo tenían como modelo y maestro, aquel encuentro tuvo el valor
simbólico de escenificar, por primera vez, la unión de dos generaciones
distintas – la del 98 y la del 14 – de la intelectualidad española del siglo
XX. En este sentido, se puede decir que 1913 fue un año clave para el proceso
de consolidación en España de la figura del intelectual
como un sujeto social comprometido y dispuesto a participar activamente en la
vida nacional a través de su intervención en la esfera pública.
Del magnífico discurso pronunciado por Azorín en Aranjuez, conviene
rescatar un par de ideas que nos devuelven a la actualidad del momento presente.
Decía el autor de Castilla hace justo
un siglo que en España convivían dos realidades dispares y que, para contemplar
esas dos caras opuestas de la misma moneda, solo hacía falta viajar desde el
centro hasta la periferia: desde la España urbana y supuestamente moderna,
hasta esa otra rural – cuyos habitantes parecen “de otro hemisferio” – que
luchaba por la pura supervivencia. El problema, insistía el
escritor, no era que el pueblo estuviese más o menos formado a la altura de 1913;
el auténtico drama era que esas dos Españas – la de los responsables de
gobernar el país, predicando con el ejemplo de su comportamiento, y la de la sociedad
encargada de sacarlo adelante con su esfuerzo diario – corrían en paralelo,
cada una por su propio camino. Así lo resumió nuestro protagonista en unas
palabras que, cien años después de ser pronunciadas, conservan intacta toda su
vigencia: “Discursos
grandilocuentes, conferencias, entrevistas, idas y venidas, conciertos y
desconciertos, manifestaciones, declaraciones, programas, todo esto, ¿qué te
importará a ti, labriego atenazado por el hambre, labriego a quien tus hijos
piden pan, pan que no tienes? Todo esto ¿Qué te importará a ti, menestral
afanado en los cien pequeños oficios del hierro, de la madera y de la lana?
Todo esto ¿qué te importará a ti, modesto ciudadano de la clase media,
condenado al mayor de los tormentos sociales, el tormento de aparentar una
holgura de que no se goza, un decoro reñido con la secreta angustia del apremio
diario? Todo esto, ¿qué nos importará a nosotros, los que ante el panorama de
Castilla, de Levante o de Andalucía hemos meditado el presente trágico de
España?
Una
disparidad profunda existe entre la política y la realidad”.
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