En una de las entradas de su Diccionario de las artes recientemente reeditado, reproduce Félix de Azúa una cita de Walter Benjamin – “Solo a través de la poesía se puede criticar la poesía” – cuyo origen probablemente apócrifo (la he intentado buscar encontrar en su fuente original sin éxito) no le resta por ello un ápice de su valor (se non è vero, è ben trovato) como expresión de lo que el filósofo alemán entendía que debía ser la crítica artística. Acuden ahora a mi mente las palabras de Benjamin en el preciso instante en que me dispongo a contradecirle con esta breve glosa nada poética sobre mi gratificante lectura de este fin de semana.
Lo primero que quisiera decir es que la lectura de El árbol de Teneré (Calima Ediciones, 2012), del poeta mallorquín Juan Planas Bennásar, me genera así a bote pronto la sensación de ser a la vez una lectura y una relectura: un descubrimiento y un redescubrimiento. Me explico. Conozco desde hace varios años la obra poética de Planas Bennásar y me precio de ser uno de sus lectores si no más lúcidos, si al menos más fieles, más incondicionales. Desde que reseñara aquí mismo su poemario El bálsamo de la indiferencia (Calima Ediciones, 2008), no he dejado de leer y comentar todos y cada uno de los nuevos libros – Tratado de las cosas sin nombre (Calima Ediciones, 2009), Los lugares del sitio (Poesía eres tú, 2011) – con que periódicamente me ha sorprendido y me ha emocionado. Por ello, decía que mi primera impresión tras cerrar este último poemario es la de que estoy ante un poeta nuevo que es a la vez el mismo; un poeta que escribe algo diferente pero que, al mismo tiempo, y como deja caer el propio Planas en unos versos reveladores [Sé que repito metáforas / y hasta versos completos que escribí en otras páginas, / pero a quien le importan esos detalles bibliográficos, / si nunca las leyeron ni habrán de hacerlo, / si ya no me pertenecen porque las dejé abandonadas / y ahora solo quiero revivirlas, como si regresando / a lo que siempre fue mío (p. 27)], retorna a las antiguas palabras para darles una vuelta de tuerca más, para avanzar una nueva página en ese primer libro que todo escritor siempre va reescribiendo.
Supongo que esta sensación tiene que ver con la periodicidad – con la regularidad – con la que frecuento la poesía de Juan Planas y tiene que ver también con la que es, según mi modesto criterio, la idea o una de las ideas fundamentales que subyacen en toda la obra del poeta balear: el esfuerzo del individuo para dominar el lenguaje y para aprehender una realidad que se repite una y otra vez en un ciclo secular del que no hay escapatoria. Efectivamente, ese metáfora nietzscheana del “eterno retorno”, ya detectada en otros poemarios de Planas Bennásar, reaparece en El árbol de la Teneré como algo que flota en el ambiente y va calando en ese individuo que siente cómo repite los mismos actos una y otra vez, en un bucle estéril de sinsentidos en el que todo es artificial y heredado; nada es espontáneo ni libre, nada es original: […] este tren / no tiene más paradas que la verdad última / de un círculo ancestral que nos mantiene atrapados, / igual que un niño coge las manos de sus padres / y se siente seguro, confiado y feliz. Un punto inmóvil / en mitad de la danza. Inmóvil y danzando. Este instante / se puede repetir tantas veces como quieras; se repetirá, / incluso, cuando caiga la noche y tiembles de ternura (pp. 14-15).
Ese hombre moderno – que es a la vez el hombre antiguo, el hombre de todos los tiempos – al que Planas dibuja en sus versos, atrapado por lo cotidiano de una realidad inaprehensible, de un lenguaje insuficiente para expresarla, se sitúa también en una disyuntiva, presa a la vez de esa duda permanente que lo paraliza – Nos pasamos la vida mirando cómo pasa la vida (p. 42) – y de ese deseo de huir hacia adelante para escapar del abismo y burlar a la muerte segura. Como expresa gráficamente Franz Kafka en ese pasaje de sus Diarios citado por el autor como exergo inicial al poemario, es “la imagen de la insatisfacción representada por una calle en la que todo el mundo levanta los pies del lugar en que se encuentra, para escapar corriendo”. Esta feliz imagen kafkiana es la que sobrevuela todas las páginas del último libro de Juan Planas: la idea de la existencia como tránsito entre un punto y otro pero, a la vez, la certeza de saber – como dice el autor en una nota para el lector situada al final del poemario – que “lo que hay entre el origen y el final es, exactamente, la escritura del origen y del final”. La sensación de que “la fuga dura exactamente lo que una vida” (p. 19) y, sin embargo, no hay más remedio que huir, que decidir entre aceptar la realidad tal y como es o fugarse de ella: He de recuperar el hilo o dejarlo escapar por completo. / Huyo con él y huimos. Huyo contigo y de mí. Huyo / por entre las plataformas débiles de los textos y las frases / los diálogos que dejé suspendidos y las conversaciones / que acabaron en nada (p. 21).
El árbol de Teneré es una acacia solitaria que vivió y murió en la inmensidad del Sáhara. Fue la viva imagen de la soledad y fue la imagen de la naturaleza muerta, golpeada por un camión que cruzaba el desierto. Un árbol hoy ausente del lugar que le dio sentido, como ausente está del poemario de Juan Planas Bennásar al que da título y sentido. Fue la metáfora perfecta de una obsesión que ha perseguido durante mucho tiempo al autor y convirtió con el tiempo en una quimera, en el objeto de un deseo insatisfecho, de una fuga hacia delante del poeta que se ha acabado, que no se acabará nunca. El árbol de Teneré es un poemario precioso, bellamente escrito por Juan Planas y exquisitamente editado por Javier Jover. Es un libro que hay que leer y releer porque, como escribe el autor en unos versos que definen bastante bien su poesía, nos traen de vuelta al principio: A la realidad / mutilada que escarbo como quien encuentra un yacimiento / y decide que ahí le habrá de ser revelado su destino / y también su fortuna. Su rostro auténtico o su rostro / último. Su voz más íntima y precisa. Su pánico / a la muerte y la vida, al instante supremo de ser o no ser, / pero siendo, a pesar de todo (p. 23).
Ese hombre moderno – que es a la vez el hombre antiguo, el hombre de todos los tiempos – al que Planas dibuja en sus versos, atrapado por lo cotidiano de una realidad inaprehensible, de un lenguaje insuficiente para expresarla, se sitúa también en una disyuntiva, presa a la vez de esa duda permanente que lo paraliza – Nos pasamos la vida mirando cómo pasa la vida (p. 42) – y de ese deseo de huir hacia adelante para escapar del abismo y burlar a la muerte segura. Como expresa gráficamente Franz Kafka en ese pasaje de sus Diarios citado por el autor como exergo inicial al poemario, es “la imagen de la insatisfacción representada por una calle en la que todo el mundo levanta los pies del lugar en que se encuentra, para escapar corriendo”. Esta feliz imagen kafkiana es la que sobrevuela todas las páginas del último libro de Juan Planas: la idea de la existencia como tránsito entre un punto y otro pero, a la vez, la certeza de saber – como dice el autor en una nota para el lector situada al final del poemario – que “lo que hay entre el origen y el final es, exactamente, la escritura del origen y del final”. La sensación de que “la fuga dura exactamente lo que una vida” (p. 19) y, sin embargo, no hay más remedio que huir, que decidir entre aceptar la realidad tal y como es o fugarse de ella: He de recuperar el hilo o dejarlo escapar por completo. / Huyo con él y huimos. Huyo contigo y de mí. Huyo / por entre las plataformas débiles de los textos y las frases / los diálogos que dejé suspendidos y las conversaciones / que acabaron en nada (p. 21).
El árbol de Teneré es una acacia solitaria que vivió y murió en la inmensidad del Sáhara. Fue la viva imagen de la soledad y fue la imagen de la naturaleza muerta, golpeada por un camión que cruzaba el desierto. Un árbol hoy ausente del lugar que le dio sentido, como ausente está del poemario de Juan Planas Bennásar al que da título y sentido. Fue la metáfora perfecta de una obsesión que ha perseguido durante mucho tiempo al autor y convirtió con el tiempo en una quimera, en el objeto de un deseo insatisfecho, de una fuga hacia delante del poeta que se ha acabado, que no se acabará nunca. El árbol de Teneré es un poemario precioso, bellamente escrito por Juan Planas y exquisitamente editado por Javier Jover. Es un libro que hay que leer y releer porque, como escribe el autor en unos versos que definen bastante bien su poesía, nos traen de vuelta al principio: A la realidad / mutilada que escarbo como quien encuentra un yacimiento / y decide que ahí le habrá de ser revelado su destino / y también su fortuna. Su rostro auténtico o su rostro / último. Su voz más íntima y precisa. Su pánico / a la muerte y la vida, al instante supremo de ser o no ser, / pero siendo, a pesar de todo (p. 23).
Vídeo de la presentación de El árbol de Tenéré en la Casa del Libro de Valencia con Justo Serna, Javier Jover y el autor
Muchísimas gracias, Don Francisco, por su generosa disección de mi libro. Un fuerte abrazo!!!!
ResponderEliminarJuan Planas